América es el continente más violento, niños y jóvenes los que más mueren, las armas de fuego las que más matan. ¿Qué podemos hacer?
Publicado en La Vanguardia, octubre 2014
Por Martín Appiolaza. 25 de Junio. La camioneta trepó el cerro por una calle de
tierra imposible entre las casas precarias. Es una zona tomada por las bandas
criminales, herederas de las organizaciones paramilitares. Ahí abajo está Soacha,
vecina de Bogotá, una de las principales receptoras de la migración interna y
desplazados por el conflicto colombiano. En la cima llueve y hace frío.
Arropados por una sala comunitaria una niña cuenta con detalles cómo asesinaron
a su amigo. Todo pasó delante de ella. Tuvo el impulso de tratar de impedirlo,
pero su mamá la agarró fuerte del brazo. Y se quedó viendo. Los enmascarados se
fueron en sus motos, alzando las armas. El amigo quedó muerto en el barro. Así
mueren decenas de niños y jóvenes: algunos porque terminan involucrados en las
peleas de bandas que controlan las drogas, los sobornos o el sicariato. A otros
los matan para demostrar que los pueden matar sin que pase nada.
Ella cuenta (sigue llorando aunque cree que no lo notamos).
Los que la escuchan no dejan de sorprenderse: ella habla con palabras diáfanas,
convencida de que debe salvar a otros chicos porque así está salvando a su
amigo. Sabe que puede morir en cualquier instante, eso le da serenidad. Ella
cuenta y los otros no pueden creer que esa niña llena poesía sea la misma que
hace poco no sabía hablar con palabras. Ella encontró palabras de coraje
jugando y aprendiendo con otros niños.
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En Colombia, el 53% de los asesinados no llegan a cumplir
los 30 años. Es el grupo de edad más victimizado: más de 5000 jóvenes al año.
Hay que sumarle unos 1100 niños. El 80% de esos homicidios son con armas de
fuego. La tasa es 5 veces superior a la que reconoce la Argentina.
Toda América tiene una foto similar: es la región más
violenta del mundo. Dos tercios de los asesinatos son con armas de fuego. Los
niños, niñas y jóvenes resultan los más afectados. El 30% de los homicidios
involucra a grupos de jóvenes varones que pasan su corta vida hacinados en
barrios populares, expuestos a las actividades más violentas del crimen
organizado que maneja los mercados ilegales. En Latinoamérica las posibilidades
de morir siendo joven y varón son cuatro veces más altas que el promedio
mundial.
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2 de Julio. Es una pared ancha, de unos 6 metros. Es lo más
blanco en esa comunidad selvática de Ilopango, al oriente de San Salvador.
Tiene tatuado con letras góticas “mara Salvatrucha”. Por un pasillo estrecho
con casas en los costados se va accediendo a la comunidad. El pasillo trepa y
se desdibuja con el follaje. Hay unos jóvenes por allí pero ya nos avisaron que
no hay que tener miedo. Por un costado se
entra al salón que tiene techo de chapas hirvientes. En el
medio una mesa, una gaseosa y vasos de plástico. La reunión ya empezó.
Conversan sobre los proyectos de la cooperativa: huertas orgánicas de chiles y
tomates que están cultivando los jóvenes pandilleros de la Mara Salvatrucha con
la unión vecinal, algunas organizaciones sociales y con ayuda de la cooperación
internacional. Ese de ahí, el que está pasando el informe contable, es la
autoridad de la mara en esta comunidad. Es joven, habla claro, seguro y me
explica: queremos una oportunidad, la pacificación que vino con la tregua nos
está permitiendo aprender oficios y tener trabajo. Antes venía la policía y nos
extorsionaba o nos mataba. Le suena el celular y se aleja para hablar sin que
lo escuchen. Se queda parado en una zona gris: las pandillas continúan
conviviendo con el delito, los jefes manejan desde las cárceles, hay muchas
dudas pero también alguna esperanza de que por fin disminuya la violencia.
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Los niveles de violencia en El Salvador son de los más altos
del planeta. Sin embargo, la cantidad de homicidios se redujo casi un 40% a
partir de una tregua que acordaron desde las cárceles las cúpulas de las dos
principales pandillas violentas: las maras 18 y Salvatrucha. La tasa de
homicidios del año pasado bajó hasta los niveles de Colombia. Como el resto de
América Latina, la mayoría de las víctimas tienen menos de 30 años, de cada 10
víctimas 9 son varones y las armas de fuego intervienen en el 67% de las
muertes violentas (antes de la tregua era el 81%).
Pero el fenómeno de las maras es muy complejo y focalizado
en el triángulo norte de América Latina. En El Salvador se mezcla una historia
de violencia social y política, desplazamientos, extrema pobreza (el 72% son
niños y niñas), desigualdad (tiene el lugar 130 sobre 160 países), mal
desarrollo (tiene el puesto 115 sobre 187 países en el ranking de desarrollo
humano) y con un crecimiento urbano que facilita el hacinamiento. Participar en
las pandillas violentas, en muchos casos son un eslabón del crimen organizado,
resulta una alternativa de vida válida para los jóvenes.
La tregua entre las maras es polémica. Las maras son
organizaciones criminales jerárquicas que administran negocios ilegales. El
nivel de involucramiento y el reparto de ganancias no son igualitarios. Los
eslabones más bajos sobreviven con unos 200 dólares mensuales y muchos dicen
que están predispuestos a apartarse de la pandilla a cambio de una mejor opción
de vida. Después de los 25 se ven los “calmados”, los que quieren evitar la
violencia, pero abandonar la mara vivo no es fácil. La tregua facilitó el
despliegue de algunas políticas focalizadas en los grupos más abiertos y
vulnerables, pero el gran obstáculo han sido los jefes pandilleros de las
comunidades: resisten el cambio con excepciones como la cooperativa en
Ilopango.
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2008. La ciudad de Mendoza creció descontrolada hacia el
oeste, sobre las faldas de la precordillera, y allí se asentaron villas.
Mientras muestran las cicatrices de los balazos, cuentan que sus familias
fueron mudándose de villa en villa, hacia donde había un pariente que los
atajaba. Los balazos tienen historia y ellos con unos 25 años ya son
experimentados con historias para contar. El de la pierna fue jugando:
estábamos tomando y se me escapó. El de la espalda, muestra el otro, fue en una
pelea contra los del barrio de enfrente: es una pelea de hace mucho. Ya no se
acuerdan por qué. En el Fachi ellos son los que mandan, a los que hay que
temer. Pero ellos le tienen miedo a la familia que vende drogas y alquila
armas. Todos dicen que los protege la policía. Los más chicos, los guachines,
están siempre ahí, juntos, avisando si vienen extraños al barrio sacados. Se
van con un arma y vuelven con plata para comprar merca. Están sacados: cuando
tengan 15 nos van venir a matar a nosotros. Y así fue. Unos años después los
tiroteos de los niños de entonces domina la vida de la villa.
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El fenómeno de niños, niñas y jóvenes solos o en grupos,
insertos en economías ilícitas como estrategia de vida, que en sus cúpulas son
manejadas por organizaciones del crimen organizado, es un fenómeno presente en
la mayoría de las grandes ciudades del mundo. Es más intenso donde hay
segregación, grandes desigualdades y políticas de exclusión (económica, de
seguridad, raciales o culturales). También se ha extendido también a ciudades
medianas.
Las políticas para abordar el tema de grupos de niños y
jóvenes expuestos a la violencia armada organizada son fallidas e
inconsistentes. Donde se lo encaró con más policías y cárceles, generó más
violencia y profesionalización de los grupos involucrados en delitos. Es el
caso de las políticas de “mano dura” centroamericanas que asociaron pandillas
con crimen: persiguieron indiscriminadamente y dispararon las tasas de
homicidios.
En otros casos no existen políticas específicas, de facto se
aplican las leyes penales castigando individuos pero ignorando a los grupos y
sus lógicas. Es que casi un siglo de estudios demuestran que las pandillas o
bandas pueden tener también un rol positivo como identidad colectiva e
inclusión en la exclusión.
Existen varias experiencias de trabajo con estos grupos de
niños, niñas y jóvenes en situaciones de violencia que lograron cambiar las
conductas de las personas transformando sus grupos de pertenencia. Es que
trabajar con la bandita, la pandilla (un término que no tiene consenso en la
Argentina) o el grupo, es la oportunidad de prevenir la violencia de manera
efectiva y sostenible. Barcelona y Ecuador le dieron personería jurídica a
algunas pandillas. En Ciudad Juárez los grupos se forman y hacen incidencia
social por la reducción de la violencia. En Rio de Janeiro los mismos jóvenes
soldados de las bandas criminales se convirtieron en boxeadores, estudiaron y
llevaron al Parlamento sus reclamos.
Excepto algunas experiencias aisladas, la Argentina naufraga
entre el abordaje penal y la falta de políticas específicas para estos
fenómenos novedosos, dinámicos y complejos. Esa es una de las tantas causas del
aumento de la violencia.