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jueves, 20 de agosto de 2015

Criminología cultural y el trabajo con grupos juveniles violentos como actores sociales del cambio

APPIOLAZA, Martín (2014). Criminología cultural y el trabajo con grupos juveniles violentos como actores sociales del cambio. En: Mejia Rivera, J. Ballesteros, G. y Murillo, J. (2014) Coord. pp. 49-101. Editorial San Ignacio. Tegucigalpa.





Por Martín Appiolaza

Introducción
En la sociedad posindustrial, en el mundo globalizado huérfano de proyectos de sociedad totales, organizadores del tiempo y las acciones, donde el Estado ya no tiene el monopolio de la fuerza ni el control del flujo de divisas, personas o productos, están emergiendo las parcialidades culturales con fuerte arraigo local. Nuevos tiempos, nuevos problemas: se necesitan nuevas respuestas.
Son noticia todos los días: crimen organizado, grupos criminales que dominan las fronteras, tráfico de drogas y personas a cargo de paramilitares, pandillas cooptadas por el crimen, más leyes, más penas, más represión policial, cárceles abarrotadas, motines, grupos criminales que reclutan dentro de las prisiones y manejan los negocios ilegales en las ciudades vecinas, colusión entre política, grupos económicos, fuerzas de seguridad y crimen. Lo transmite la televisión, lo leemos en internet, sabemos lo que pasa simultáneamente en todos lados. Lo que sucede en nuestros barrios tiene conexión con la dinámica global.
Dijimos: los abordajes clásicos a la cuestión política criminal resultan ineficientes. No alcanza con sancionar leyes que controlen y disuadan porque la institucionalidad estatal resulta ineficiente a la hora de aplicarlas. Los patrones delictivos de otros tiempos son menos precisos en épocas de fortalecimiento de las identidades y autonomización de los sujetos. En consecuencia, las políticas tradicionales prescriben tratamientos correctivos que apelan a un control que se revela ineficiente. Por eso atendimos a la evolución de las teorías criminológicas y la atención a las políticas sociales. El reconocimiento del sujeto emancipado, que alcanza la expansión de sus oportunidades, necesita una política criminal que entienda los nuevos tiempos y atienda los conflictos desde un reconocimiento de las personas condicionadas por sus entornos.
La criminología cultural se pregunta sobre los sujetos transgresores, sobre los grupos transgresores. El nuevo enfoque interpela la definición de pandilla. Llegamos a la pregunta, ahora con un nuevo enfoque teórico, para tratar de definir nuestro objeto de estudio. ¿Qué son las pandillas?
En este capítulo nos ocuparemos de describir la perspectiva teórica de la criminología cultural, su metodología de trabajo y los principales aportes que ha brindado al entendimiento de qué son, cómo funcionan y por qué proliferan las pandillas. Tomaremos dos perspectivas de análisis de los grupos juveniles violentos inscriptas dentro de la nueva criminología, que abrevan en las teorías sobre movimientos sociales y la construcción de ciudadanía en la sociedad de la modernidad tardía. Pensaremos las pandillas como organizaciones y la posibilidad de convertirse en transformadores de sus condiciones sociales.

lunes, 27 de enero de 2014

¿Cómo prevenir la violencia en grupos de niños, niñas y jóvenes afectados por la violencia armada?


Publicada por el Boletín de la Biblioteca del Congreso de la Nación. Cita:

APPIOLAZA, Martín. 2013. ¿Cómo prevenir la violencia en grupos de niños, niñas y jóvenes afectados por la violencia armada? En Boletín de la Biblioteca del Congreso de la Nación N°. 127. Buenos Aires.

1. Introducción

¿Cómo impacta la violencia y especialmente la violencia agravada por el uso de armas de fuego en niños, niñas y jóvenes? ¿Cómo se conciben las políticas públicas para abordar el problema? ¿Existen políticas de prevención y la única intervención estatal es la persecución penal? ¿Cómo se relacionan los comportamientos de adolescentes y jóvenes con estructuras criminales? ¿La pertenencia a grupos juveniles callejeros, universalmente conocidos como pandillas, es el final de toda posibilidad de abordaje o abre oportunidades para otras transformaciones? ¿Cuál es la situación en algunos países con situaciones críticas? ¿Cómo deberían construirse estrategias para prevenir la violencia en estos grupos altamente victimizados?
El desafío es pensar el fenómeno desde una perspectiva de derechos que se aleje de los enfoques de control que vienen fracasando, mapear oportunidades de intervención para prevenir violencia y delito en adolescentes y jóvenes afectados por la violencia armada e insertos en pandillas y estructuras criminales. También revisitar investigaciones relevantes y analizar también algunos casos. Establecer algunos ejes conceptuales desde donde desarrollar intervenciones y poner en contexto sudamericano.
Un texto referencial es la investigación “Ni guerra, ni paz” de Luke Dowdney, que estudió pandillas en 12 países con el apoyo de Save the Children y la International Action Network on Small Arms. Aquel trabajo aportó un conocimiento sobre el tema y también motorizó una agenda internacional para ocuparse del fenómeno de los niños y niñas afectados por la violencia armada organizada. Los fenómenos presentan algunas transformaciones en un contexto de aceleración en la circulación de mercancías e información, globalización en aspectos comerciales y culturales.
Nos interesa destacar dos dimensiones de los grupos juveniles afectados por la violencia:
  • Dimensión colectiva: Las pandillas no deben ser vistas sólo como organizaciones para delinquir, enfoque extendido y motorizado tanto por gobiernos como por organizaciones internacionales y no gubernamentales. Los grupos de adolescentes y jóvenes que participan en subculturas delictivas pueden ser la oportunidad para transformarse y que ellos cambien las causas que alentaron sus comportamientos violentos.
  • Dimensión individual: el ingreso de adolescentes y jóvenes en estructuras criminales les reserva un rol de alta exposición a la violencia, reproduce las condiciones de privación de derechos y son especialmente señalados por la persecución penal. Pero también los gratifica individualmente o en grupos (pandillas) y esa dimensión debe ser abordada para intentar transformar las condiciones que facilitan la violencia y el delito.


lunes, 6 de junio de 2011

(2011) Los jóvenes como actores sociales de cambio: Arte, deporte y políticas como estrategias de prevención de las violencias





Instituto para la Seguridad y la Democracia, A.C. (Insyde). Serie Insyde en la Sociedad Civil no. 21. México, mayo de 2011.

Martín Appiolaza[1]

Los grupos juveniles violentos son un problema relevante en la agenda de la seguridad ciudadana. Las políticas públicas responden de manera extemporánea y reactiva buscando controlar a grupos y miembros. La mayoría de las prácticas preventivas apuestan a “encausar” a niños, niñas y jóvenes antes de que se vuelvan criminales. Y muchas veces estos abordajes preventivos impulsan la profundización de la violencia.

Avanza, sin embargo, una perspectiva superadora. Niños, niñas y jóvenes no son instancias incompletas de la vida, sino que son sujetos de derechos. El creciente consenso internacional sobre derechos humanos echa raíces y marca lineamientos para nuevas políticas. El abordaje de los grupos juveniles violentos también está siendo alcanzado. La discusión tiende a correrse desde las intervenciones de control hacia garantizar derechos y considerar a las juventudes como actores relevantes del cambio.

La criminología ha acompañado estos debates. Surgen, entonces, estrategias de trabajo con grupos conflictivos que buscan empoderarlos, insertarlos en la dinámica social y política por la conquista de derechos. Para hacerlo, hay que analizar y entender que estos grupos producen una institucionalización en un mundo de privaciones acentuadas y consumo globalizado, expulsión económica y geográfica, revigorización de identidades locales, culturales, políticas, donde los mercados ilícitos quizá aportan una de las pocas posibilidades de inclusión económica. Las bandas o pandillas gratifican a sus miembros, los forman y generan liderazgos.

Trabajar con estos grupos alentándolos a integrarse como ciudadanos en las disputas por el disfrute de derechos, es un aporte a consolidar sociedades inclusivas y más cohesionadas. Arte, deporte y políticas serán propuestas como las herramientas. Pero antes, definamos algunos conceptos: de qué juventud hablamos, de qué violencia y cómo han progresado los estudios sobre los grupos juveniles violentos.

Acerca de juventudes, violencia y control

¿De qué hablamos cuando hablamos de juventud? Es un término que usamos todos los días sin reparar en su carga de significados: cuáles son las ideas que tenemos de la juventud como sociedad. Predominantemente, estas miradas están orientadas hacia el control, como se expresa en políticas y programas. Hablamos de la juventud como edad de transición y preparación para el futuro: personas en formación, incompletas y por tanto poco preparadas para decidir y hacer por sí mismos. También hablamos de la juventud como etapa de crisis en que se ponen en riesgos ellos y el entorno, lo que los obliga responsablemente a evitar esas conductas peligrosas. Por último, y menos frecuentemente, entendemos a los jóvenes como sujetos de derechos, actores sociales plenos, relevantes y productores de cultura.

Es decir, el preconcepto social mayoritario es que la juventud constituye un momento de transición hacia la adultez, la meta de toda vida, el momento de plenitud en las facultades y derechos. Es una perspectiva que coloca a los adultos en el centro de la legitimidad y con el poder para decidir sobre los otros, condenando tanto a la infancia como a la juventud a la marginalidad. Ellos serán los controlados por su propio bien y el de la sociedad. Así funcionamos.

Pero sacudámonos estos prejuicios poco igualitarios. Volvamos a hacer la pregunta: ¿qué es la juventud? Hay otras respuestas. Es una construcción social producto de la disputa entre jóvenes y viejos, dice el sociólogo francés Pierre Bourdieu. No es una creación divina sino el producto de tensiones y luchas por derechos entre grupos sociales diversos. “En la división lógica entre jóvenes y viejos está la cuestión del poder, de la división (en el sentido de repartición) de los poderes. Las clasificaciones por edad (y también por sexo, o, claro, por clase…) vienen a ser siempre una forma de imponer límites, de producir un orden en el cual cada quien debe mantenerse, donde cada quien debe ocupar un lugar”, es palabra de Bourdieu (1990:164).

Pero los órdenes y clasificaciones entre lo joven y lo adulto no son rígidos ni universales. No todos envejecen igual: los jóvenes de las clases acomodadas tienen más atributos de adultos a medida que más cerca están del poder. Pasando en limpio: hay varias juventudes (no dependen únicamente de la edad) que gozarán de beneficios de acuerdo a qué tan cerca estén del poder (posición que su grupo ha conquistado a lo largo del tiempo). ¿Pertenecen a la misma juventud un joven de una villa latinoamericana que otro crecido en la opulencia de una sociedad central?

Es importante resaltar un concepto: la juventud ha sido una conquista de libertades de un grupo social a lo largo de la historia y con desigual éxito. Podemos rastrear la palabra juventud en la cultura occidental desde el siglo XVII, signada por el auge de la burguesía y sus banderas económicas y sociales. La juventud era un estado de preparación hacia la adultez productiva a través de la educación. En los hechos, sólo sucedía con los jóvenes varones burgueses. Ni mujeres, ni pobres ingresaban al sistema educativo. Mujeres a la casa y niños pobres a trabajar. Pero, en la medida que el acceso a la educación y el tiempo de permanencia en las escuelas se extendieron durante los siglos XIX y XX, la juventud se ensanchó. El pensamiento positivo consolidó la idea de la escuela como institución para la construcción de ciudadanos aptos –algunos para el trabajo, otros para la conducción de la sociedad.

No hubo equidad: la juventud no se ensanchó para todos y el trabajo no alcanzó para todos. La educación secundaria y la educación universitaria han estado lejos de las aspiraciones de los sectores populares hasta hace pocas décadas. Los niños, niñas y jóvenes atrapados en la brecha ocupacional entre lo que el sistema educativo no capta y el mercado laboral rechaza, se transformaron en objeto de políticas sociales. Instituciones tutelares, la justicia, iglesias, movimientos juveniles vinculados a credos y a organizaciones de trabajadores, se ocuparon de esa juventud popular no convertida aún en mano de obra. La política criminal acompañó las prácticas sociales hacia la juventud, enfatizando la persecución de algunas expresiones de pobreza, vagancia y protesta social.

El contraste entre la industrialización acelerada y la crisis de los viejos sistemas político-económicos europeos, generó grandes corrientes migratorias hacia América. Los jóvenes migrantes se sumaron al problema de integración urbana en las grandes ciudades. Entonces, los grupos de jóvenes violentos emergen en medio de la cuestión social.

Violencia

¿Podemos poner en contexto una definición de violencia? Tomemos una definición clásica: hay violencia cuando las personas están condicionadas de tal manera que no logran hacer, sentir o pensar todo lo que realmente podrían. En otras palabras, es la diferencia entre lo potencial y lo efectivo, la diferencia entre lo que podríamos ser y tener, y lo que realmente somos y tenemos por razones alejadas de nuestra voluntad (Galtung, 1969; Fisas, 1998). La violencia se manifiesta de diferentes maneras. Algunas son visibles. Hay comportamientos violentos que son condenados, pero la sociedad y sus instituciones son indiferentes frente a otros.

Las conductas violentas (violencia directa) no son posibles si no existe una violencia cultural que las facilite. La violencia cultural justifica las relaciones y acciones violentas a partir de un sistema de valores e ideas. Tampoco podrían ser posibles las conductas violentas sin una invisible violencia estructural, determinada por una forma de organización de la sociedad. El conflicto es un paso previo a la violencia. Cuando no se gestiona puede desencadenar actos de violencia directa. Pero es también una oportunidad: los grandes avances de la historia se han logrado a partir de conflictos. Según Fisas (1998:229), “el conflicto es un proceso interactivo, una construcción social y una creación humana que puede ser moldeada y superada”. Simplificando, los conflictos son una oportunidad pero ignorarlos puede llevar a expresiones violentas.

Entonces, la violencia tiene su raíz en la organización material y cultural de la sociedad. Las relaciones sociales son conflictivas por definición. Los conflictos son oportunidades de toma de conciencia, participación y compromiso para el cambio social. Los jóvenes están inmersos en la propia conflictividad social, en condiciones de mayor vulnerabilidad. Además, con más énfasis que a otros grupos, se silencian o bien se criminalizan los conflictos que proponen. La criminalización de ciertos conflictos sociales es una decisión política en función de establecer un orden. Criminalizar, es decir, considerar como delitos algunos conflictos propios de la juventud y enfatizar las políticas de persecución penal sobre ellos, es una manifestación de la voluntad por un modelo de sociedad que beneficia a unos en desmedro de otros (Binder, 2009).

La violencia se puede prevenir abordando los conflictos y sus causas, de modo que esa violencia debida a las injusticias estructurales de la sociedad se reduzcan, también las pautas culturales que incorporan la violencia directa al repertorio de acciones. Los conflictos son un problema, pero también una condición para la conquista de derechos. Sin conflictos no hay conquista de derechos.

Los enfoques con los que se aborda tradicionalmente el tema de la violencia en niños, niñas y jóvenes son: enfoque de riesgo, exclusión social y participación (Vanderschueren, 2007:195). La correspondencia es sencilla: el enfoque de riesgo se sustenta en una mirada de la infancia y la juventud como etapas en que niños y jóvenes están en condición de riesgo que hay que reducir para alcanzar un desarrollo deseable (no definido por ellos). El abordaje desde la exclusión social se fija en las causalidades estructurales (económicas y sociales) como principal factor de violencia y tiene una conexión con la mirada de riesgos al enfatizar las privaciones sociales como el principal factor que genera violencia. Un tercer enfoque se ocupa del capital social con énfasis en los derechos de jóvenes, en especial el derecho a la participación (derecho vertebral de los principios que rigen la convención de los derechos del niño).

Queremos enfatizar en el tercer tipo de políticas como el que rompería los paradigmas del control que vienen fracasando y se acerca a una comprensión de las causas de la violencia. Los conflictos que hacen a la historia de los jóvenes se vuelven más intensos en los ámbitos de desigualdades extremas. Si no son abordados a partir de políticas que reconozcan que hay derechos vulnerados en pugna detrás de esos conflictos, se alienta la violencia. Podrá ser violencia juvenil o bien violencia estatal para preservar un orden dispuesto por la política criminal. Esta última será la respuesta más usada, sustentada en estudios criminales que entendían a los grupos juveniles como desviados o disfuncionales.

Juventudes afectadas por la violencia

¿Cómo se explica el delito? Existe una clara conexión entre la conflictividad, los anhelos de orden y los mecanismos de control social aplicados para alcanzar ese orden so pretexto de combatir el delito. Las preguntas sobre las causas del delito y las respuestas ensayadas tienen un recorrido histórico extenso, alimentado por las teorías de lo social. La criminología como disciplina que se ocupa del delito ha producido un campo de conocimiento con miradas dominantes en distintos momentos. Estas teorías construidas desde un campo de lo académico que está cruzado por los conflictos sociales, intentaron naturalizar cierta solución a esos conflictos a partir de proponer un orden.

La violencia en grupos de jóvenes tiene un itinerario paralelo. Los primeros estudios de pandillas aparecieron en Estados Unidos a fines de los años ‘20, en un contexto de resistencia religiosa y racial a la integración social, materializada en razzias policiales y medidas prohibitivas como la Ley Seca que fortaleció a las primeras organizaciones mafiosas. Los trabajos de la Escuela Sociológica de Chicago, se ocuparon de las street gangs (pandillas) sosteniendo que ofrecían a los jóvenes (sin educación ni trabajo) formas de integración en entornos urbanos de desorganización social.

La juventud en ese contexto era pensada como época de transición y riesgos. A las pandillas se las creía una consecuencia de ciudades incapaces de transmitir a estos jóvenes los principios para el buen comportamiento. Ahí nace la primera definición de pandillas. “Las pandillas representan el esfuerzo espontáneo de niños y jóvenes por crear, donde no lo hay, un espacio en la sociedad adecuado a sus necesidades. Lo que ellos obtienen de ese espacio, es aquello que el mundo adulto no tuvo la capacidad de otorgarles, que es el ejercicio de la participación, vibrando y gozando en torno a intereses comunes.” (Thrasher, 1927).

Estudiando el medio ambiente urbano, buscaron identificar los comportamientos, contagios y desviaciones. Igual que los biólogos, se concentraron en revelar la composición social, los grupos y sus relaciones, cómo vivían y cómo se distribuían en el territorio de la ciudad. Los comportamientos violentos de las bandas eran explicados por la anomia existente en las “regiones morales” (populares y degradadas) de la ciudad, donde prevalecía la desorganización social y por lo tanto desaparecían los sistemas tradicionales de control informal. Son grupos desviados, se sostenía, que aportan a niños, niñas y jóvenes alternativas temporales de socialización en el proceso de industrialización y la urbanización. Y facilitan la transición entre el campo (sociedades rurales particularistas y solidarias tradicionales) y la ciudad industrial (universalista, normativa) en la que recalaban. De este modo, el grupo juvenil combina la solidaridad con los valores universalistas facilitando la integración. Aquí tenemos la función social de la pandilla. Siguiendo estas ideas, los estudios de las subculturas demostraron la función “útil” de los grupos: facilitan el proceso de arraigo en la ciudad (Cloward y Ohlin, 1960).

Los estudios culturales desde los años '60 de la Escuela de Birmingham en Inglaterra, se ocuparon de las subculturas juveniles explicándolas desde las clases sociales. Se acercaron a la juventud como actor social y por lo tanto tienen un enfoque de derechos, aunque con una carga de determinismo clasista. Como ya vimos, es un cambio importante de perspectiva: es muy diferente a clasificar la juventud por edad y los enfoques de control. El foco de los estudios culturales está, entonces, en las acciones juveniles como productoras de sentidos: el uso del tiempo libre y las transgresiones como fenómenos expresivos.


Entendiendo los conflictos

La criminología crítica es un nuevo paradigma. Rompe en los '70 con la mayor parte de las explicaciones previas del delito. Coloca la discusión criminológica en el marco de una teoría social crítica aportada por la tradición sociológica marxista. Dicen los criminólogos críticos que el delito no se puede pensar fuera del contexto social: las explicaciones del crimen como patología son un producto de la ideología del capitalismo; un argumento para el dominio de las clases hegemónicas.

Pero dos décadas después, Jock Young impulsa la actualización de la criminología crítica: bulimia social, límites difusos entre exclusión e inclusión, ciudades integradas, utilidad de las clases bajas y las dudas sobre la redención del trabajo. En esta perspectiva de estudio las transgresiones son vistas como reacciones frente a la tensión entre lo que se desea y los medios para alcanzarlos, alejándose de la perspectiva de la criminología de la defensa social y también del discurso restringido de la exclusión y su raíz positivista. Ya venían diciendo los criminólogos críticos que el problema es estructural: en la cultura del gueto norteamericano se manifestaban los principales valores de la cultura del país como el consumismo, inmediatez, machismo, racismo, segregación y uso de la violencia para resolver conflictos. Los estudios subculturales repensaron la violencia juvenil como acto compensatorio ante las humillaciones que producen la pobreza y el racismo.

Siempre según Young, los sentimientos que sufren las clases populares son privación (relacionada con la pobreza y la falta de acceso a los mercados de trabajo) y desconocimiento de uno mismo (asociado con la falta de estatus y el trato violento por parte del Estado). Si no soy nadie, o si soy un “perdedor”, busco un anclaje en la idea de dureza, firmeza, en diferenciarme de lo “otro” (por ejemplo construyendo una hipermasculinidad). Esta reafirmación se nota al principio de la adolescencia, donde esa reducción a la esencia se transfiere a pares: no se traduce en una lucha de clases, sino en una distinción de género, diferenciación y conflicto entre grupos étnicos como reafirmación, bandas contra bandas y territorios contra territorios. Incluso la propia pobreza es utilizada entre pobres como reafirmación-distinción y la referencia a sí mismos como la remisión generalizada “sí mismo”, como 'nigga', el culto a la "maldad", la inversión ética de "hijo de puta", "chulo" o "b-boy ' (Young, 2003).

Así nos vamos aproximando a la criminología cultural, heredera de la criminología crítica y de las teorías subculturales. Su enfoque refleja las particularidades socio-culturales de la modernidad tardía; se concentra en encontrar sentido a la cultura joven, la identidad, el espacio y la cultura mediática, tratando de entender las transformaciones sociales vinculadas al hipercapitalismo e intentando desarrollar una teoría del delito para los nuevos tiempos. Queremos enfatizar en este enfoque porque da un gran salto en el entendimiento del fenómeno de violencia juvenil y de las bandas: los pone en un contexto de estados debilitados, contemplando los fenómenos ambiguos de la exclusión, la vinculación entre políticas punitivas y sociales, así como los nuevos ámbitos de socialización.

Parados en esta perspectiva, David Brotherton (2003) piensa a los grupos de jóvenes afectados de la violencia como “organizaciones de la calle”. Las define como grupos integrados por jóvenes de clases populares, que sufren la exclusión y que construyen con la organización una identidad de resistencia en términos de Castells (1999), que alcanza a sus miembros y les ayuda a tener poder (en lo personal y también como grupo), encontrar una referencia, alivio espiritual y constituirse en una voz para cambiar la situación de marginalidad y pobreza en que viven.

Con foco en las pandillas en violencia armada organizada, John Hagedorn (2005:156) las define como “organizaciones de los excluidos socialmente y de grupos de adolescentes. Muchos están institucionalizados en las calles o con la asistencia de grupos armados ya institucionalizados”. Delinquen participando en la economía subterránea y la venta protección son condiciones para la supervivencia.

¿Qué tienen en común las dos perspectivas? Coinciden en que las pandillas son organizaciones definidas en el ámbito urbano que aportan a sus miembros posibilidades de resistencia ante las formas de socialización homogeneizante de la sociedad capitalista tardía, donde el Estado aparece debilitado. Los grupos tienen una función social: los conflictos que producen pueden ser contribuciones a la mejora de sus condiciones, estrategias de supervivencia y, quizá también, aportes a prevenir la violencia. Pero esos conflictos deben ser gestionados.

Mirada como actores del cambio y sujetos de derecho

El desarrollo de las distintas miradas criminológicas nos acerca a un entendimiento de las juventudes. Una perspectiva de derechos representa un cambio de paradigma, ubicado en las antípodas de la idea de la juventud como promesa de futuro y época de riesgo. No argumenta el control a través de los factores de desviación del comportamiento deseado. Por el contrario, los ve como ciudadanos y actores sociales que asumen posiciones y compromisos sobre su propia vida. Los antecedentes del enfoque de jóvenes como sujetos de derechos podemos buscarlos principalmente en la Convención de los Derechos del Niño (1989), que incluye la participación como un eje central de sus principios y que comenzó a moldear la legislación y políticas públicas de todo el mundo a partir la década de los ’90. “Frente a algunas limitaciones que mostró el enfoque de riesgo (fomentó políticas asistenciales de carácter adulto centrista, que situaban a los jóvenes como receptores de las políticas), surgieron nuevas miradas que buscan situar a los jóvenes como sujetos activos de su desarrollo”, dice Vanderschueren (2007:208).

Es una paso importante entender los conflictos como algo propio de la sociedad, que si no son gestionados se transforman en violencia, que involucran principalmente a niños, niñas y jóvenes postergados que a veces encuentran en grupos alternativas a esas privaciones. Ni enfoque de riesgo y de exclusión: son sujetos de derechos y la causa de sus actos de violencia está en la propia dinámica social. Entonces, las políticas deben entender esos conflictos como oportunidades y gestionarlos de modo de apartarlos de la violencia. Las organizaciones que se dan a sí mismas y las culturas que construyen son una respuesta a esas condiciones, posibles herramientas de cambio social y prevención de la violencia.

Revisemos algunas iniciativas y proyectos en nuestra región, que comparten aspectos de esta perspectiva. Tomaremos tres ejes: arte urbano, deportes y política. Son tres temas en los que niños, niñas y jóvenes demuestran interés al tiempo que problematizan respecto a sus derechos, los conquistan, gestionan conflictos y previenen violencia. Lo que queremos señalar es que los grupos de jóvenes que se encuentran sometidos a situaciones de violencia (por comportamientos propios o de su entorno) demuestran una gran capacidad para producir cambios.


1. Arte urbano

La historia del hip hop está vinculada a la realidad de las comunidades juveniles violentas y violentadas de los barrios populares de Nueva York. Un sincretismo estético forzado por políticas de segregación y control estatal. Se nutre de identidades de resistencia y aporta reconocimiento a las capacidades, respeto a partir de ese reconocimiento, pertenencia y protección por la pertenencia a un colectivo y, muy importante: reglas negociadas y asumidas de convivencia, instrumentos para la gestión de esos conflictos. Dijo Africa Baambaata, padrino del movimiento: “El poder real del hip hop y su verdadero significado reside en su capacidad para darle poder a los jóvenes para que cambien sus vidas”.

Sin embargo, ha sido repudiado e incluso se han documentado estrategias de perseguirlo dentro de Estados Unidos. Del mismo modo, en otras partes del mundo, esta expresión artística es directamente asociada con delincuencia y a quienes visten de acuerdo a su estilo son foco de las interpelaciones policiales. Se trata de un intento de control de estos movimientos, en lugar de reconocer su potencial de construcción de ciudadanía. John Hagedorn (2008) lo considera clave para entender el proceso de institucionalización de las bandas juveniles afectadas por la violencia a través del gangsta rap.

Existen muchos proyectos que muestran cómo a partir del reconocimiento de las capacidades y derechos de los grupos de jóvenes pueden transformar sus realidades. Trabajan el arte para orientar las marcas de un entorno de violencia y frustración creando nuevos sentidos. Pasan de la condición de víctimas a artesanos de una obra que los empodera, legitima y les permite provocar modificaciones. En este aprendizaje incorporan destrezas que una dinámica social de satisfacción inmediata de necesidades no logra formar: disciplina, auto control, constancia y reconocimiento. Produce un cambio en la persona incidiendo sobre la sociedad.

En el documental “Hip Hop: el 5to elemento” (Appiolaza y Pacheco, 2009) un joven bboy (bailarín de hip hop) cuenta cómo la policía mató a su hermano y simuló un enfrentamiento aparentemente confundidos por sus apariencias. Encontró consuelo en el arte. Se propuso difundir su disciplina como homenaje al hermano perdido y como motor del cambio: terminar con la discriminación y lograr el reconocimiento de su cultura. El documental facilitó la formación del proyecto Cooperativa del Hip Hop, liderado por Dragón, un joven rapero de Mendoza que dice que el arte lo alejó de una vida de delitos. Enseña arte urbano y derechos humanos. Explica que en el corazón del hip hop está el reconocimiento como sujetos de derechos (Appiolaza, Dragón, 2010).

Existen muchas iniciativas que trabajan el hip hop como estrategia de inclusión y prevención de la violencia. Algunos de los más notorios son AfroReggae y Caramundo en Rio de Janeiro, Familia Ayara en Bogotá, Funky Bless en Ciudad Juárez. La lista es mucho más extensa e incorpora otros géneros.

Resulta inspirador reparar en el modo que el Ayuntamiento de Barcelona a través de la dirección de Prevención medió entre los jóvenes de las pandillas (Latin Kings y Ñetas). Pactaron el abandono de los comportamientos violentos a cambio del reconocimiento como organizaciones culturales. Luego fueron apoyados en la formulación de una variedad de proyectos, entre otros “Unidos por el Flow”, donde el hip hop era el pretexto para registrar y difundir el arte de estos jóvenes antes enfrentados (Lahosa, 2008).

Otro ejemplo notorio: en Santo Domingo (República Dominicana), los miembros de pandillas se formaron en salud reproductiva y con el apoyo del Consejo Presidencial del Sida, transmitieron esos conocimientos a otros jóvenes, principalmente a través de graffiti. En lugar de reprimir estas expresiones artísticas, fueron potenciadas valorando el reconocimiento y liderazgo que tienen los referentes pandilleros sobre sus pares. Con la cercanía en el registro discursivo seguramente los mensajes fueron más eficientes sobre el grupo social más afectado por la enfermedad, que un producto publicitario de empresas (Antonio de Moya, Barrios y otros, 2008).


2. Deportes

El deporte tiene un valor pedagógico extendido: facilita actividades asociativas con reglas para compartir y resolver conflictos, y los resultados se logran a partir de un esfuerzo extendido. Además, otorga pertenencia, reconocimiento y empodera dentro de su entorno. El trabajo etnográfico asociado con el boxeo le permitió a Loïc Wacquant (2006) entender las dinámicas culturales del gueto negro de Chicago, las expectativas, las transgresiones y el proceso de aprendizaje.

También a través de una academia de boxeo, Luke Dowdney (2003) se aproximó a una comprensión de la lógica de organización y las pautas culturales de los niños, niñas y jóvenes afectados por la violencia armada de las bandas de traficantes en las favelas de Rio de Janeiro. Su proyecto Luta pela Paz (Lucha por la Paz) nació como una academia de boxeo en la favela La Maré impulsado por la fundación Viva Rio para niños “soldados” de las facciones de la droga. El deporte se complementa con la educación, inserción laboral, autoestima, concientización ciudadana, contención y relaciones con la familia. Definición de la categoría COAV e investigación “Ni guerra, ni paz” (Dowdney, 2005). Origina proyecto Ciudades de diseño participativo de políticas preventivas para COAV junto con policías y gobierno local.

El futbol es el principal deporte de masas en América Latina. Proliferan las escuelas de futbol. Algunas de formación puramente deportiva, pero otras, con una formación integral. El reconocimiento social y juvenil al futbolista representa una importante herramienta de transformación.

Pero el futbol en algunos de nuestros países está asociado con las barras de fútbol. Bandas violentas, a veces armadas, que circulan en un espacio gris entre lo deportivo, lo delictivo y la política. Estudios sobre las hinchadas de futbol, su uso de la violencia y las prácticas delictivas, las han analizado como una construcción de significados permitiéndoles entender aspectos vinculados al coraje o “el aguante”, los enfrentamientos, la hipermasculinidad, los códigos tatuados desde una perspectiva del capital simbólico y de una lucha por la identidad (Garriga Bucal, 2005). Pero ese capital social puede contribuir a migrar hacia comportamientos menos violentos. Los jóvenes barras de Santa Fe y Millonarios en Bogotá, se forman en principios de organización para convertirse en organizaciones comunitarias e implementar proyectos sociales orientados a la cohesión y prevención de la violencia.


3. Compromiso político y social

La crisis de las formas tradicionales de representación se ensaña con la política tradicional. Sin embargo, mantiene su capacidad de incluir, contener, construir subjetividad y generar incidencia para cambios estructurales. Las organizaciones políticas han desempeñado en la historia estas funciones.

Recordemos que la investigación clásica de Thrasher sobre las pandillas en Chicago a principios del siglo pasado descubrió que estaban intrincadamente conectadas con las máquinas políticas operando desde clubes sociales y deportivos. Luego fueron asimiladas jugando de vínculo entre crimen y gobierno local. Algunas de estas bandas se incorporarían a la actividad política partidaria.

Hay en la región una historia trágica de vinculación entre la juventud y la violencia política, incluso cuando la violencia política se confunde con formas de criminalidad. Pero también existen experiencias en que las estructuras políticas han canalizado las inquietudes y deseos de participación de grupos de jóvenes afectados por la violencia. La alternativa es la construcción de ciudadanía a partir del ejercicio pleno de los derechos a la participación en entornos en que se hace necesaria una disciplina de formación con reglas de convivencia aceptadas. Esta función la pueden ejercer los partidos pero especialmente las organizaciones sociales. SERPAZ, en Guayaquil, ha trabajado en la formación de pandilleros en cultura de paz y derechos, de modo que participen en el reclamo para mejorar sus condiciones de vida. El proyecto Ciudades impulsado por Viva Rio, impulsó el diagnóstico participativo y diseño de estrategias de prevención de la violencia formuladas por pandilleros, para luego acordarlas e implementarlas con los gobiernos municipales y policías.

Otro caso notorio es el de la Ógra Shinn Féin, el brazo juvenil del mayor partido político católico de Irlanda del Norte también vinculado al grupo armado IRA (Irish Republican Army), ha funcionado como espacio de contención de jóvenes para evitar que se involucren en la violencia. Se propone como una alternativa al IRA, funcionando como ámbito de participación y de expresión política. De este modo se involucran en la discusión por derechos y políticas sociales en espacios tradicionales partidarios o a través de actividades y consultas. Así, a diferencia de otros partidos, los militantes se van multiplicando, la edad de los candidatos baja. Evitan de esta forma que se sumen a las actividades de violencia directa, en cambio hay una construcción de ciudadanía profunda (Dowdney, 2005).

En muchos contextos, esta opción puede sonar alejada de las posibilidades cotidianas. El modelo de control reproduce la lógica de condenar a la juventud a un lugar subalterno, o bien darle un protagonismo acotado, digitado, simbólico. Sin embargo, la participación en espacios colectivos por la construcción de derechos es un lugar que históricamente ocuparon los jóvenes y deben recuperar, convertidos en voceros de sus propias demandas.

Conclusión

Hemos visto algunos casos que entienden las juventudes como actores sociales relevantes, incluso aunque estén afectados por la violencia. Pero la violencia no es posible entenderla observando sólo algunos actos. Existen condiciones culturales y económicas institucionales para que se manifiesten los actos violentos. Cuando los conflictos propios de la convivencia social no son gestionados el desenlace puede ser violento. Las juventudes son grupos sociales diversos, disputando mejores condiciones de existencia. Por lo tanto plantean conflictos.

La respuesta habitual es el aplastamiento de esos conflictos, en nombre de su propio bien y del resto de la sociedad. Los argumentos: “no son totalmente maduros, se ponen en riesgo”. Las acciones políticas: criminalización de ciertos comportamientos y el énfasis penal sobre cualquier desviación del itinerario deseable que se ha decidido para ellas. Es posible ver en cada caso de jóvenes violentos una hoja de vida llena de estas intervenciones correctivas violentas de parte de las instituciones gubernamentales.

Los grupos juveniles aparecen a veces involucrados en formas de resistencia e innovación. En espacios sociales de mayor vulnerabilidad y entornos violentos, aportan a los miembros identidad, pertenencia, reconocimiento, protección. Al mismo tiempo, institucionalizan en normas de grupo y producen liderazgos. Cuando aparecen vinculados en actos violentos la reacción preponderante vuelve a ser el control. El ciclo se profundiza.

Un cambio de perspectiva que reconozca la condición de sujetos de derechos de niños, niñas y jóvenes, valore los conflictos como oportunidades y los gestione para evitar violencias, permitirá empezar a romper la lógica del control. Es compatible con una criminología que entienda comportamientos en un contexto amplio y con una perspectiva cultural. Como personas plenas deberán hacerse cargo también de sus reclamos y generar los cambios sociales oportunos. Entonces, las culturas juveniles pueden ser entendidas como aportes a la construcción de ciudadanía. Arte, deportes y vida política activa son oportunidades para dar el poder y que la violencia juvenil no sea un problema criminal, sino un problema de cohesión social.

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19. Documental “Hip Hop: el 5to elemento”. 2009. Dirección: Martín Appiolaza y Dany Pacheco.

[1] Coordinador académico del diplomado en Seguridad Democrática, miembro del Consejo Asesor Permanente de la Universidad Nacional de Cuyo y director del Centro de Estudios de Seguridad Urbana de la Universidad Nacional de Cuyo. Miembro del Instituto Latinoamericano de Seguridad y Democracia (ILSED).

miércoles, 20 de abril de 2011

Violencia juvenil: ni el garrote ni la negación

Publicado en Diario El Sol, 20 de abril de 2011

Por Martín Appiolaza. Los niños y adolescentes son los más afectados por la violencia. Aún así, seguimos insistiendo con frenar la violencia con más violencia.



Se vienen las elecciones e invariablemente vuelve el debate: bajar la edad de imputabilidad. Es decir: aumentar la severidad de las penas como natural consecuencia de una visión restringida de la seguridad que sólo ve el castigo como solución a los conflictos y delitos. Desconoce una larga lista de instancias que permiten una mayor inclusión, aceptación de las reglas y solución no violenta de los conflictos. La violencia debe ser última ratio.

Pero el discurso punitivo paga bien en las urnas. Ese es el populismo de derechas: sintonizar con un electorado asustado y asustadizo esgrimiendo una guadaña con gesto de severidad. El que decidió delinquir debe sufrir. Pero también hay una abstracción por izquierdas que deviene en negación, una apelación permanente a las causas sociales de la violencia, desestimando toda de responsabilidad personal. Uno no decide delinquir, sino que las circunstancias lo obligan.

Estas posiciones se vuelven más extremas cuando se trata de niños y niñas. Ahí aflora el discurso sobre los tiernos retoños: unos prefieren arrancarlos de raíz ante el primer tropiezo evitando que contaminen toda la chacra. Otros previenen fumigando, pero los medios de atención y reparación son muy pocos e ineficientes. Son interesantes los debates en abstracto, pero los conflictos deben ser gestionados porque sino se impone siempre el más fuerte.

Los niños, niñas y jóvenes tienen derechos. También deben acatar normas en las medidas de sus posibilidades. Para gestionar los conflictos asociados al respeto de derechos y cumplimiento de normas en la infancia, la Argentina necesita un sistema de responsabilidad penal juvenil acorde a la Constitución y respetuoso de la Convención de los Derechos del Niño. No se trata de cárceles de castigo. Están contraindicadas si queremos tener en el futuro un país menos violento y más seguro.

En la Argentina la participación de niños, niñas y jóvenes en delitos existe: aparecen involucrados en 6 de cada 10 homicidios dolosos y en más de la mitad de los robos (donde el 95 por ciento son varones), según datos del Ministerio de Justicia y Seguridad de la Nación. El 11 por ciento de los imputados de homicidios en 2007 fueron niños y niñas. Pero en delitos contra la propiedad, los niños y niñas imputados alcanzan el 24 por ciento, mientras que los jóvenes que tienen entre 18 y 25 años son un 26 por ciento.

Los niños y jóvenes, considerado entre 12 y 30 años, ronda el 45% de las víctimas de homicidios y el 65% de los imputados por estos crímenes en la Argentina. Los varones tienen 6 veces más posibilidades de ser asesinados, pero su participación es 14 veces mayor que la de las mujeres. Los niños participan en un cuarto de los robos y de los hurtos, pero en el grupo de adolescentes entre 18 y 21 años se concentra el otro cuarto de los imputados.

Aclaremos: el delito no es un problema exclusivo de niños y jóvenes. En números absolutos son pocos los casos, porque la Argentina es uno de los países menos violento de América Latina. Las estadísticas de sentencias muestran un énfasis en las sentencias a estos grupos de edad. Y la persecución penal se concentra en los que hacen el delito menos calificado (pequeño robo o agresión) y no en quienes organizan y dominan los mercados ilícitos de lo robado o de las drogas ilícitas. No hay niños ni niñas que sean capos narcos, que manejen la venta de autopartes o el tráfico de camionetas de lujo a países vecinos.

Otra vez sopa

Pero los datos sirven para tener un panorama y son parte de un informe que produjimos para el Centro Internacional de Prevención del Crimen (Canadá) y la Universidad Alberto Hurtado (Chile), sobre la delincuencia juvenil en la Argentina durante 2007, publicado hace poco y que refuerza la percepción sobre la participación de niños, niñas y jóvenes en aquellos actos de violencia que son considerados delitos.

Como cada vez que se instala el debate sobre la delincuencia juvenil en la Argentina y las estrategias de control, la solución más escuchada es el encierro. Desde la Corte Suprema de Justicia se ha ratificado la privación de la libertad infantil en nombre de la protección de los propios niños. Sin embargo, reconoce que no es el deseable y contradice las convenciones internacionales.

Está bien reiterar una vez más que este modelo tutelar (yo decido lo que es mejor para vos) asiste y controla: le niega la condición de personas a niños y niñas, con los que se ensaña cuando se han “desviados”. Se invisibiliza el problema de la violencia en la niñez cuando todavía hay tiempo de prevenir (justificando así tutelas abusivas, privaciones y violencias de todo tipo), pero se lanzan consignas de castigos inhumanos cuando cometen delitos.

Eduardo Bustelo en su texto “El recreo de la infancia”, ya ha demostrado cómo opera este doble discurso, que permite y justifica actos de violencia y abuso sobre niñas y niños. Esas han sido las políticas históricas que han aumentado la violencia y hoy se debate si profundizarlas o cambiarlas. Y no se trata de una discusión menor, sino que está en cuestión la forma en que se aceptan como iguales a otros grupos de la sociedad, quizá con menos posibilidades para imponer sus derechos.

Darse cuenta

Para abordar un problema, primero hay que admitir que existe. Esa realidad se hace más palpable números en mano. No es tan fácil: no existen en la República Argentina estadísticas generales y precisas sobre la participación de niños, niñas y jóvenes en actos de violencia considerados delictivos por los códigos penales tanto nacional como provinciales. El sistema federal de gobierno involucra diferentes niveles de gestión, los que a su vez producen estadísticas con criterios propios y pocas veces con el nivel de desagregación para analizar con profundidad el fenómeno. Apelando a varias fuentes y cruzando información se puede pintar un panorama.

Así, se puede afirmar que la delincuencia juvenil en la Argentina es un fenómeno con carácter predominantemente urbano. Estudios de campo advierten una edad de inicio promedio de entre 12 y 14 años, en pequeños robos que con el correr de los años incorporan complejidad y armas. Hay un predominio de los varones muy alto y una historia de institucionalización en muchas de las trayectorias de vida.

Ya vimos que la participación de niños y jóvenes tiene un peso relativo importante en la cantidad de delitos, entonces también podemos deducir que el comportamiento delictivo se corresponde con la media general de robos para el 2005: el 49 por ciento fueron en la vía pública y el 27 por ciento en domicilios particulares.

En la Ciudad de Buenos Aires, los datos oficiales indican que entre el 2000 y el 2004 se incrementó el 56 por ciento la muerte de niños y jóvenes en situaciones de robos (el 10 por ciento de las víctimas y el 6 por ciento de los imputados tenía menos de 18 años). Sin embargo, en el mismo periodo, según datos del INECIP obtenidos de fuentes judiciales, la cantidad de delitos que involucran a jóvenes disminuyó un 3,7 por ciento. La caída fue del 14,7 por ciento en los homicidios dolosos. De todos modos, aumentaron las peleas un 18 por ciento. En la justicia de menores cordobesas indicaron que entre el 2001 y el 2004 aumentó el 8% las causas que involucran a niños.

¿Qué pasa con las políticas para abordarlo? Son difusas y con un enfoque predominantemente punitivo. Existen pocas y aisladas experiencias preventivas, mientras que los aspectos represivos están en un paulatino proceso de adecuación a la normativa de derechos humanos. Las estrategias que se aplican se reducen principalmente hacia el encierro.

Entre rejas

Podemos estimar que la Argentina tiene entre 28 y 30 mil niños, niñas y jóvenes encerrados por causas penales. La cifra trepa a los 50.000 si consideramos otras formas de privación de la libertad en regímenes abiertos o semi-abiertos. En el año 2006 había 19.579 niños, niñas y adolescentes (hasta 21 años de edad) privados de su libertad en la Argentina (UNICEF, 2006). Se incluyen regímenes de encierro penal y no penal. De ellos, 2.377 tienen una causa penal (2.165 son varones). El estudio incluye instituciones hogares, institutos e instituciones penitenciarias.

En el Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (SNEEP), podemos buscar información complementaria en los establecimientos penitenciarios (aunque muchos han sido tomados en cuenta en el informe de UNICEF). En el año 2005 había un total de 81 menores de 18 años presos, 12.199 en el rango entre 18 y 24; 18.170 entre 25 y 34 años. Los niños, niñas y jóvenes representan el 69,7% de la población carcelaria de la Argentina de los 188 establecimientos censados.

Es indicativo del carácter urbano del fenómeno de la violencia delictiva juvenil que el 92% de los presos en la Argentina son de alguna de las cuatro principales ciudades.

Los cierto es que la Argentina no tiene una política pública enunciada como tal y expresada en un corpus legal coherente respecto a la delincuencia juvenil. Tampoco es posible advertir dentro del Estado federal una coincidencia entre distintos ámbitos de gestión respecto a las políticas que desarrollan. Esto es extensivo a las provincias. Existe una multiplicidad de agencias, muchas veces con áreas temáticas superpuestas, prácticas opuestas, tensión entre poderes del Estado respecto a responsabilidades y facultades.

La adecuación normativa y funcional a la Convención de los Derechos del Niño, pese a tener rango constitucional, una ley que la instrumenta y una secretaría de Estado a cargo de la implementación, es todavía incipiente. Se sigue aplicando el modelo tutelar que autoriza a los magistrados a disponer sobre niños y niñas en muchas jurisdicciones. La gran cantidad de privados de la libertad por “causas sociales” es un indicativo de la supresión de derechos en los casos de “situación irregular” como estrategia de prevención de presumibles futuras actividades delictivas. Y son muy escasas otras experiencias de prevención, generalmente sin continuidad en el tiempo ni análisis de resultados.

La violencia se puede prevenir

La prevención es posible si dejamos el doble discurso sobre la infancia en situación de violencia, se admite que hay un problema de delincuencia y se exploran las causas. Existen suficientes investigaciones sobre el problema en el mundo, entre ellas el Informe de las Naciones Unidas sobre la violencia contra Niños y Niñas, que identifican a la violencia y vulneración de derechos como causal de violencia. Coinciden en que son causales de violencia la pobreza, la violencia familiar, la falta de trabajo en los jóvenes, el fracaso escolar, la falta de acceso a la educación, la violencia social ejercida por el Estado o por bandas, la falta de servicios públicos, espacios para recreación, el racismo, la discriminación y la marginación.

Se trata de condiciones de vida que la Argentina se ha comprometido a garantizarles los derechos básicos desde que nacen. Sin embargo, sufren más privaciones que los adultos. El problema no está en la caridad ni en la tutela, sino en darle lo que les corresponde para no ingresar en la violencia o para salir.
La Argentina adeuda una ley de responsabilidad penal juvenil en el marco de un necesario y amplio debate sobre las causas de la violencia juvenil, la real dimensión, sus expresiones delictivas, la falta de una política del Estado integral orientada a los jóvenes, la ampliación de políticas inclusivas y de prevención del delito.